Por Mauricio Preisser Cano

Con la reciente aprobación de la reforma que impone la elección por voto popular de ministros de la Suprema Corte y otros integrantes del Poder Judicial, México cruza una línea peligrosa: la de dejar en manos la justicia a la lógica del poder político y electoral. Lo que se presenta como un avance democrático no es más que una estrategia de control institucional disfrazada de voluntad popular.

Durante décadas, la división de poderes ha sido uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia. Aunque imperfecta, la independencia judicial ha funcionado como contrapeso frente al poder ejecutivo, y ha sido clave en decisiones trascendentales que han detenido abusos, corregido omisiones legislativas y protegido derechos fundamentales. Hoy, ese equilibrio corre el riesgo de colapsar.

Una reforma hecha a modo

No es casual que esta reforma haya surgido tras varios fallos de la Suprema Corte que incomodaron al Ejecutivo. En lugar de fortalecer al Poder Judicial, se le desarma institucionalmente, colocándolo en el terreno del clientelismo electoral. ¿Cómo se espera que un ministro que hizo campaña con eslóganes, propaganda y padrinos políticos juzgue con imparcialidad a quienes lo financiaron?

Este modelo convierte a los juzgadores en políticos, y a la justicia en una recompensa más del poder. Lejos de “democratizar” el sistema, lo contamina con las prácticas más cuestionables del quehacer electoral mexicano: el uso de recursos públicos, la compra de votos, el marketing vacío y la subordinación ideológica.

El engaño del “que el pueblo elija”

Quienes defienden la reforma apelan a un argumento populista: que “el pueblo elija a sus jueces”. Pero este planteamiento ignora que la función del juez no es obedecer al electorado, sino a la Constitución. En un país con altos niveles de desinformación, clientelismo y polarización, someter a elección popular a los intérpretes de la ley es una receta para el desastre.

Más que empoderar al ciudadano, esta medida empodera a los partidos, que serán quienes armen las ternas, patrocinen campañas y promuevan candidatos a modo. Es decir: la justicia ya no será imparcial, sino instrumental.

Una amenaza real a la democracia

No se trata de un debate técnico ni de un asunto lejano. Está en juego la capacidad del Estado para impartir justicia sin presiones externas. Está en juego la libertad de expresión, el acceso a recursos legales ante abusos de poder, y la posibilidad de que los ciudadanos encuentren en los tribunales una defensa frente al autoritarismo.

Esta reforma no democratiza: debilita. No abre el sistema: lo somete. Y no empodera al pueblo: le arrebata su última línea de defensa frente al abuso del poder.

En tiempos de regresión institucional, defender la independencia judicial no es solo una postura técnica. Es un deber cívico.

 

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