Por Myriam Martínez Ramírez
Docente, comunicadora y activista por la justicia social
En Michoacán, como en muchos rincones de México, la migración no es un concepto lejano. Tiene nombre, tiene rostro, tiene historia. Como maestra, he visto partir a padres de familia con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a sus hijas e hijos. Como ciudadana, tengo amigas y amigos que construyeron sus vidas al otro lado de la frontera. Como madre, me duele pensar en los hijos separados de sus padres por decisiones políticas que deshumanizan la necesidad de migrar.
Por eso, hoy no puedo callar ante lo que está ocurriendo en ciudades como Los Ángeles, donde el ICE ha intensificado redadas que vulneran derechos humanos y fracturan familias enteras.
Estas acciones no solo contradicen los principios elementales de humanidad; también violan tratados internacionales firmados por Estados Unidos, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que garantizan el derecho al debido proceso, la integridad personal y la no discriminación.
La migración no es un delito. Migrar es un acto de valor, muchas veces de desesperación, y siempre de amor. Amor por los hijos, por la vida, por la posibilidad de un futuro. Por eso, criminalizarla es una forma de injusticia institucionalizada.
Desde Michoacán, agradezco profundamente a quienes en Estados Unidos —comunidades, iglesias, organizaciones civiles y personas defensoras de derechos— han actuado con solidaridad, tendiendo la mano a nuestras y nuestros paisanos. Ustedes demuestran que la humanidad y la empatía pueden cruzar cualquier muro.
Hoy más que nunca debemos recordarlo: las fronteras no deben dividirnos como humanidad. La patria también está en quienes, lejos de casa, siguen luchando por vivir con dignidad.
Mis exalumnos, sus padres, mis colegas migrantes, los familiares lejanos, mis amigas y amigos: no están solos. Esta voz, mi voz, también es la suya.